domingo, 29 de mayo de 2011

Un tranvía llamado Dolor


Nuestro camino está lleno de senderos rocosos y aun de enredaderas y espinas que nos hieren a cada paso que damos. Recuerdo que Tierra del Olvido era un lugar sórdido, bordeado por espinas y un gran desierto, con grietas y carente en absoluto de agua. Mis sueños los enterraba en un cementerio dedicado a mis frustraciones y allí componía los peores versos jamás erigidos.

La vía del dolor es muy similar a Tierra del Olvido. Nos topamos con senderos recónditos y valles de olvido y soledad. Nos internamos en bosques oscuros de temor y abandono y en esos momentos el rostro de Dios suele verse muy lejano. No hay luz y pareciera como si acaso la luz se viera tan lejana y nunca más fuera a brillar. Entonces el cementerio emerge de las profundidades del dolor y nos invita a enterrar la esperanza que aún intenta gastar sus últimos cartuchos de energía, recordándonos que hay una salida y un ideal por el que vivir; mas el dolor parece como si la venciera y la obligara a desaparecer, llevándonos a ese tranvía llamado Dolor, embarcándonos en un vagón que nos transporta al Valle de la Desesperación.

En nuestro caminar diario, abordo de esta aventura llamada Cristianismo, podemos optar por tomar uno de dos caminos, la vía hacia la desesperación y el abandono absoluto, cuyo destino es la destrucción o la vida en abundancia que nos ofrece Jesucristo… y no necesariamente debemos ser inconversos para tomar una de las dos decisiones. De ningún modo. Aun siendo salvos, nuestro caminar nos lleva a esta encrucijada. El Valle de la Desesperación nos transporta, queramos o no, al cementerio de la destrucción. Cada desánimo, cada frustración, cada tormento que nos hace flaquear, no es sino un impulso hacia ese destino fatal. Cada vez que tomamos nuevamente nuestra pesada mochila de descontento y fracasos, estamos más propensos a hundirnos en el lodo cenagoso. La única manera de no desviarnos hacia ese valle, es elegir la otra ruta: la vía del dolor.

No en vano, Jesús nos advirtió que la puerta estrecha es la más dolorosa. Aceptar un andar de dolor, soportando la cruz del mismo modo que nuestro Señor lo hizo, nos lleva a una vida en abundancia. El problema no es el dolor. De ningún modo. El problema es nuestra manera de lidiar con el dolor. ¿Nos dejamos agobiar por la desesperanza? ¿Permitimos que nuestra desilusión y miedo nos empujen hacia aquel cementerio? Cada vez que nuestros mecanismos de defensa nos llevan a ser consumidos por estos sentimientos, sabemos que estamos muy cercanos a la destrucción.

Sin embargo, cuando tomamos el dolor y aun en esos momentos, nos identificamos con Jesucristo en su muerte, en su padecimiento; si en esos momentos recordamos que Él también se embarcó en este Tranvía llamado Dolor y padeció los mismos padecimientos a los que nosotros nos enfrentamos y aún mayores, entonces estamos camino a no sólo identificarnos con su muerte, sino también con su resurrección. ¿No es eso a lo que se refirió el apóstol Pablo cuando escribió:

“Si hemos muerto con el Mesías, creemos que también viviremos con él. Sabemos que el Mesías, resucitado de la muerte, ya no vuelve a morir, la muerte no tiene poder sobre él” (Romanos 6:8, 9)?

La muerte ya no tiene poder sobre nosotros. Y aun así, muchas veces elegimos la vía de la muerte, en vez de la vida en abundancia en la que se supone vivimos. Tal vez, estamos posicionados de nombre en la vida en abundancia, pero de allí, vivirla de verdad, estamos muy lejanos.

Una vida de vida, significa regocijarnos por aquella eternidad que hemos obtenido en Cristo. Significa regocijarnos, vivir con gozo, alabar aun en la tormenta. Es como canta Casting Crowns:

“I’ll praise You in this storm and I will lift my hands, for You are who You are, no matter where I am” (Praise You in this storm).

El regocijarnos es un mandato, una orden expresa de nuestro Señor. No es una opción, no es una consecuencia de una vida en abundancia, sino que el gozo mismo es parte de esa vida. Si acaso hemos nacido de nuevo, este volver a nacer nos provoca un gozo inefable, ¿o no? Mucho más si es una orden venida del cielo:

“¡Alégrense, ustedes los justos; regocíjense en el SEÑOR! ¡Canten todos ustedes, los rectos de corazón!” (Salmos 32:11).

¿Es una orden difícil de obedecer?... Sin lugar a dudas. Pero cuando estamos convencidos que Jesús “por el gozo que le esperaba, soportó la cruz, menospreciando la vergüenza que ella significaba”, simplemente nos entregamos a recorrer la vía del dolor, a bordo de este tranvía que nos lleva directo al gozo que nos espera, que es mayor que esta pequeña tribulación.

Esa fue la mirada de Jesucristo. No se rindió a la desesperanza. ¡No! Sino que por el gozo que le esperaba, soportó todo ello. Su recompensa fue la de sentarse junto al Padre y ¡ésa es nuestra realidad ahora, la de estar sentados en los lugares celestiales, con Él. Es aquello lo que nos muestra la Palabra y asimismo añade que “es necesario pasar por muchas dificultades para entrar en el reino de Dios” (Hechos 14:22). Ése es nuestro gozo, verlo a Él cara a cara, no postmortem, sino aquí y ahora. ¿Soy un estúpido por creer aquello? Pues, entonces, déjenme gozarme en mi estupidez, porque mi anhelo es verlo a Él y deleitarme en su presencia.

El Oasis del Gozo es el descanso para nuestra alma atribulada. Sumérgete en estas aguas que sacian tu sed y que harán brotar de tu interior ríos de agua viva. Gózate en el dolor. Alégrate en el padecimiento. No seas vencido de lo malo, sino que vence con el bien al mal. Gózate aun en la tormenta. Alaba al Padre y da gracias en todo. Ésa es la vida abundante. Embárcate en este Tranvía llamado Dolor, pero coge el vagón en el que el Deleite sea quien lidere tu trayecto y no donde Desesperanza te lleve camino a la destrucción.

Tal vez nuestras semanas sean abrumantes. Tal vez el cansancio y el estrés consuman nuestro gozo. Pero Dios nos manda a gozarnos. Cuando decidimos alabar en la tormenta, vencemos al enemigo y el Espíritu Santo nos sustenta. Muchas veces la guerra no se hace con gritos ni reprensiones, sino con gozo, paz, amor en el Espíritu Santo de Dios. Alaba a Dios, porque donde hay alabanzas, allí habita la presencia misma del Señor.

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