viernes, 21 de octubre de 2011

De Fracasos y Debilidades


“No os engañéis: Dios no puede ser burlado: que todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna” (Gálatas 6:7, 8).

Vi hace poco a un buen amigo mío tomar cuidadosamente una servilleta en la que tenía envuelto un ají. Se dirigió a la cocina, lo abrió y me mostró las semillas que posee dentro. Luego me hizo percibir el olor amargo de aquel fruto y mi nariz quedó picando y ardiendo tan sólo de olerlo. Cuando las semillas se hayan secado lo suficiente, mi amigo tomará un buen tiempo para proceder a sembrar y cultivas dicha planta, esperando que, a su tiempo, dé buen fruto.

Mientras escribo estas líneas, he terminado de escribir un capítulo más de un libro que tengo en preparación; tuve una pequeña conversación muy productiva, con respecto a mi futuro y estuve lidiando con el personaje de mi libro y la lucha contra sus tres gigantes.

Es innegable que la mayor lucha de todo ser humano es contra la arrogancia y la soberbia. De hecho, la autosuficiencia –que, de hecho, es la madre de las dos antes mencionadas– es decir, el sentimiento o, mejor dicho, la idea de grandiosidad que tenemos de nosotros mismos, es la sombra que nos persigue en todo momento. No importa si somos cristianos o no, lidiamos –queramos o no– con dichas ideas de grandiosidad. No tiene nada que ver con la megalomanía, pero sí con soberbia y arrogancia.

El simple hecho de creer ser algo o de “autoendosarnos” un valor agregado que no nos compete, es ya tener ideas de grandiosidad. Pablo es categórico al decir que “el que se cree ser algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo” (Gálatas 6:3, énfasis agregado), dejando por sentado que:

1.    Somos nada. (Nótese que omito el No al principio, porque la doble negación resulta en una proposición verdadera; es decir que, al escribir “no somos nada”, se estaría negando el hecho de ser nada y, por tanto, se estaría afirmando que somos algo).
2.    Si creemos ser algo y somos nada, entonces, nos engañamos a nosotros mismos.

Vivir un engaño es una vida de tristeza y frustración, porque vamos tras la vida intentando vanamente, por nuestros esfuerzos, demostrar algo que no somos, en vez de reconocer nuestro “nadismo” y, por ende, la necesidad de ese algo que nos puede completar y llevarnos al verdadero éxito.

Una vida de fracaso equivale a una vida de vacíos. ¿Por qué? Simple y llanamente porque intentamos demostrar algo que no somos y alimentar nuestro ego y autosuficiencia creyéndonos fuertes y capaces de lograr y crear  y gobernar nuestras propias vidas. Al no encontrar satisfecho nuestro vacío[1], indudablemente los sentimientos de fracaso invaden nuestra alma. Empezamos a buscar aquello que nos haga sentir llenos, completos, importantes; buscamos algo que nos permita hallar deleite, aunque sea por un instante, porque nos volvimos esclavos del yo. El yo, el querer ser vistos e importantes, se convierte en el centro de nuestras vidas. Pero, lo cierto, es que nunca encontraremos satisfacción a ese deseo profundo de nuestro corazón.

La búsqueda lleva a la persona a sembrar en la carne. ¿No ven que el yo gobierna la carne y sólo encuentra satisfacción en las pasiones desordenadas que combaten en nuestros miembros? No en vano el apóstol Pablo escribe más adelante el pasaje arriba mencionado. Si sembramos para la carne, cosechamos para la carne. Y la cosecha de la carne no trae ninguna buena paga… sólo trae muerte (Romanos 6:23). Y tarde o temprano ése será el hedor que despediremos. Al igual que el ají, que basta con olerlo a una cierta distancia, para que nos pique y arda la nariz, no bastará acercarnos para que noten nuestra presencia… porque despediremos olor a muerte.

La autosuficiencia, el amor al yo, es lo que llevó a nuestros primeros padres a rebelarse contra Dios y creerse creadores de sí mismos y gobernantes de sí mismos. El humanismo no es nada más que el primer engaño: “Pueden ser como Dios”. El budismo y todas las filosofías centradas en el yo no son más que el mismo engaño: “Encuentra el potencial dentro de ti mismo”. ¿Y qué tenemos como resultado? Una sociedad plagada de vacío y fracaso. El hombre ha fracasado en su intento de autogobierno. Lo irónico es que la soberbia y la arrogancia nos privan de querer admitir que necesitamos a alguien Mayor a nosotros que nos ayude en nuestra debilidad.

Cuando sembramos en Aquel Mayor, cosechamos vida eterna, vida en abundancia, no sólo para nosotros mismos, sino para nuestros amados, para los que vienen detrás de nosotros. Dejamos un legado de vida en abundancia, que lo disfrutamos desde aquí y ahora y lo celebraremos completamente cuando el Rey venga por nosotros.

Por ello Pablo habla de cosecha, porque ella no sólo me alimenta a mí, sino que deja un legado de bendición para mis generaciones y para las tuyas. Y esta cosecha deja un delicioso olor a vida en todo el sentido de la palabra.

El primer paso es, sin duda, reconocer que somos débiles y tendientes al fracaso; que nada de lo que hagamos dará resultado porque somos NADA. Luego debemos pedir perdón por habernos creído algo, porque ello representa un gran insulto para Dios, creer que nos podemos gobernar y salvar por nosotros mismos y cosechar éxito por nosotros mismos. Finalmente debemos confesar nuestra necesidad del Único Mayor que nos puede salvar, su nombre es JESÚS y recibirlo como nuestro Rey y Salvador.

He allí la mejor inversión, la mejor siembra. Pablo, cuando le escribe a Timoteo, le dice “yo sé a quién he creído y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito […]” (2 Timoteo 1:12). Él estaba seguro que Dios tiene el poder para recompensar tu decisión. ¿En quién crees? Ésa es tu verdadera siembra.


[1] Y, al mismo tiempo, nuestro ego, ya que el ego necesita ser alimentado constantemente, pues su apetito sólo es saciado a través de la satisfacción de los placeres. El yo necesita encontrar placer y la autosuficiencia, en sí misma, encierra el placer de sentirnos fuertes y halla placer en la ovación y aclamación de los otros. Así, si el yo deja de ser aclamado y de encontrar gloria para sí mismo, empieza a languidecer y arrastra consigo los sentimientos de la persona, trayendo aquellos sentimientos de inferioridad, de abandono, de sentirse no amado, etc. 

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