“No os engañéis: Dios no
puede ser burlado: que todo lo que el hombre sembrare, eso también segará.
Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que
siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna” (Gálatas 6:7, 8).
Vi
hace poco a un buen amigo mío tomar cuidadosamente una servilleta en la que
tenía envuelto un ají. Se dirigió a la cocina, lo abrió y me mostró las
semillas que posee dentro. Luego me hizo percibir el olor amargo de aquel fruto
y mi nariz quedó picando y ardiendo tan sólo de olerlo. Cuando las semillas se
hayan secado lo suficiente, mi amigo tomará un buen tiempo para proceder a
sembrar y cultivas dicha planta, esperando que, a su tiempo, dé buen fruto.
Mientras
escribo estas líneas, he terminado de escribir un capítulo más de un libro que
tengo en preparación; tuve una pequeña conversación muy productiva, con
respecto a mi futuro y estuve lidiando con el personaje de mi libro y la lucha
contra sus tres gigantes.
Es
innegable que la mayor lucha de todo ser humano es contra la arrogancia y la
soberbia. De hecho, la autosuficiencia –que, de hecho, es la madre de las dos
antes mencionadas– es decir, el sentimiento o, mejor dicho, la idea de
grandiosidad que tenemos de nosotros mismos, es la sombra que nos persigue en
todo momento. No importa si somos cristianos o no, lidiamos –queramos o no– con
dichas ideas de grandiosidad. No tiene nada que ver con la megalomanía, pero sí
con soberbia y arrogancia.
El
simple hecho de creer ser algo o de “autoendosarnos” un valor agregado que no
nos compete, es ya tener ideas de grandiosidad. Pablo es categórico al decir
que “el que se cree ser algo, no siendo
nada, se engaña a sí mismo”
(Gálatas 6:3, énfasis agregado),
dejando por sentado que:
1. Somos nada. (Nótese que omito
el No al principio, porque la doble
negación resulta en una proposición verdadera; es decir que, al escribir “no
somos nada”, se estaría negando el hecho de ser nada y, por tanto, se estaría
afirmando que somos algo).
2. Si creemos ser algo y somos
nada, entonces, nos engañamos a nosotros mismos.
Vivir
un engaño es una vida de tristeza y frustración, porque vamos tras la vida
intentando vanamente, por nuestros esfuerzos, demostrar algo que no somos, en
vez de reconocer nuestro “nadismo” y, por ende, la necesidad de ese algo que nos puede completar y llevarnos
al verdadero éxito.
Una
vida de fracaso equivale a una vida de vacíos. ¿Por qué? Simple y llanamente
porque intentamos demostrar algo que no somos y alimentar nuestro ego y
autosuficiencia creyéndonos fuertes y capaces de lograr y crear y gobernar nuestras propias vidas. Al no
encontrar satisfecho nuestro vacío[1],
indudablemente los sentimientos de fracaso invaden nuestra alma. Empezamos a
buscar aquello que nos haga sentir llenos, completos, importantes; buscamos
algo que nos permita hallar deleite, aunque sea por un instante, porque nos
volvimos esclavos del yo. El yo, el querer ser vistos e importantes,
se convierte en el centro de nuestras vidas. Pero, lo cierto, es que nunca
encontraremos satisfacción a ese deseo profundo de nuestro corazón.
La
búsqueda lleva a la persona a sembrar en la carne. ¿No ven que el yo gobierna la carne y sólo encuentra
satisfacción en las pasiones desordenadas que combaten en nuestros miembros? No
en vano el apóstol Pablo escribe más adelante el pasaje arriba mencionado. Si
sembramos para la carne, cosechamos para la carne. Y la cosecha de la carne no
trae ninguna buena paga… sólo trae muerte (Romanos 6:23). Y tarde o temprano
ése será el hedor que despediremos. Al igual que el ají, que basta con olerlo a
una cierta distancia, para que nos pique y arda la nariz, no bastará acercarnos
para que noten nuestra presencia… porque despediremos olor a muerte.
La
autosuficiencia, el amor al yo, es lo
que llevó a nuestros primeros padres a rebelarse contra Dios y creerse
creadores de sí mismos y gobernantes de sí mismos. El humanismo no es nada más
que el primer engaño: “Pueden ser como Dios”. El budismo y todas las filosofías
centradas en el yo no son más que el
mismo engaño: “Encuentra el potencial dentro de ti mismo”. ¿Y qué tenemos como
resultado? Una sociedad plagada de vacío y fracaso. El hombre ha fracasado en
su intento de autogobierno. Lo irónico es que la soberbia y la arrogancia nos privan
de querer admitir que necesitamos a alguien Mayor a nosotros que nos ayude en
nuestra debilidad.
Cuando
sembramos en Aquel Mayor, cosechamos vida eterna, vida en abundancia, no sólo
para nosotros mismos, sino para nuestros amados, para los que vienen detrás de
nosotros. Dejamos un legado de vida en abundancia, que lo disfrutamos desde
aquí y ahora y lo celebraremos completamente cuando el Rey venga por nosotros.
Por
ello Pablo habla de cosecha, porque
ella no sólo me alimenta a mí, sino que deja un legado de bendición para mis
generaciones y para las tuyas. Y esta cosecha deja un delicioso olor a vida en
todo el sentido de la palabra.
El
primer paso es, sin duda, reconocer que somos débiles y
tendientes al fracaso; que nada de lo que hagamos dará resultado porque somos
NADA. Luego debemos pedir perdón por habernos creído algo, porque ello representa
un gran insulto para Dios, creer que nos podemos gobernar y salvar por nosotros
mismos y cosechar éxito por nosotros mismos. Finalmente debemos confesar
nuestra necesidad del Único Mayor que nos puede salvar, su nombre es JESÚS y recibirlo
como nuestro Rey y Salvador.
He
allí la mejor inversión, la mejor siembra. Pablo, cuando le escribe a Timoteo,
le dice “yo sé a quién he creído y estoy seguro que es poderoso para guardar
mi depósito […]” (2 Timoteo 1:12). Él estaba seguro que Dios tiene el
poder para recompensar tu decisión. ¿En quién crees? Ésa es tu verdadera
siembra.
[1]
Y, al mismo tiempo, nuestro ego, ya que el ego necesita ser alimentado
constantemente, pues su apetito sólo es saciado a través de la satisfacción de
los placeres. El yo necesita
encontrar placer y la autosuficiencia, en sí misma, encierra el placer de sentirnos
fuertes y halla placer en la ovación y aclamación de los otros. Así, si el yo deja de ser aclamado y de encontrar
gloria para sí mismo, empieza a languidecer y arrastra consigo los sentimientos
de la persona, trayendo aquellos sentimientos de inferioridad, de abandono, de
sentirse no amado, etc.
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