
Ella vivió una vida de abnegación y entrega absoluta; caminaba y permanecía de pie sin parar. Nunca se sentaba, sino que atendía las necesidades de cada uno de los que llegaba a su casa. A la hora de comer, caían los impertinentes y ella, dejando su bocado de comida a un lado, servía su plato de comida a los hambrientos oportunistas que buscaban aprovecharse de su entrega desinteresada.
Cuando ya hubo terminado de lavar todos los platos y puesto el carbón para empezar la faena de la preparación de la merienda y se disponía a tomar un pequeño descanso, llegaba otro comensal angustiado, buscando refugio para él y su hijo que acababan de ser abandonados por la mujer. Ella, dejando de lado su cansancio, su dolor, se movía por misericordia a servirlos, atenderlos, bañar al pequeño, cocinar para el oportunista que sólo se acordaba de ella a la hora de la necesidad.
Pero ella moría lentamente. Nadie notaba la gran bola que se abultaba en su vientre ni nadie sentía el dolor que la agobiaba. Nadie notaba que ella se apagaba y que sus pétalos se marchitaban en medio del servicio abnegado y el amor compasivo que la llevaban a entregarse sin esperar nada a cambio.
Al final ella moría en su lecho sin los oportunistas que la rodearan ni los impertinentes que le devuelvan los años que ella entregó sin recibir nada a cambio ni reclamarlo. Simplemente murió, con su vientre absorbido en aquella bola viscosa y cancerígena.
Ella nos deja una valiosa lección de entrega, de incomodarse por servir, de dar sin esperar nada a cambio y aun de morir por el bien de los demás.
Jesús se entregó hasta el final. Fue un amor que lo dio todo de sí. Fue un amor que se entregó en forma de siervo, de humillación, de escarnio, por el bien de los demás. No hubo ni pizca de “autocompasión”, ni de interés por recibir algo a cambio. No. Simplemente se entregó hasta el final, en propiciación de nuestros pecados.
“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo para que fuera ofrecido como sacrificio por el perdón de nuestros pecados” (1Juan 4:10).
Él nos amó primero, punto final. Y nos amó al punto de morir. Y nos ama al punto de continuar perdonándonos cada vez que tropezamos. Y si nos ama, así, como un enamorado cegado por el amor, me pregunto: ¿Cómo respondemos a ese amor? ¿Hacemos algo por responder en gratitud a su sacrificio? ¿O acaso actuamos como aquellos, cuyas acciones indican que Jesús murió en vano?
Sí, es verdad que “en esto conocemos lo que es el amor: en que Jesucristo entregó su vida por nosotros”, pero lo que sigue a continuación es el ejecútese de dicho conocimiento:
“Así también nosotros debemos entregar la vida por nuestros hermanos” (1Juan 3:16).
No basta simplemente con saberlo, ni basta con decir que estamos agradecidos. ¡Demostremos nuestra gratitud entregando la vida por nuestros hermanos! No basta con declararlo, ni profetizarlo, el verdadero corazón apasionado es movido a morir, a entregarse por completo con el fin de cumplir la visión de Jesús aquí en la Tierra:
“Porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lucas 19:10).
Ésa debe ser la llama que queme en nuestro ser. Norman Lewis, en su libro Prioridad Uno, establece que como los conocedores y portadores de buenas noticias, debemos compartirlas con aquellos que no los conocen. Sin embargo el egoísmo, traducido en comodidad, nos estanca en nuestras rutinas generadoras de más comodidad, en vez de querer infectar a los otros con tan asombrosa salvación.
Debemos ser como ella, quien no descansó en ningún momento, sino que se dio a sí misma por el bien de aquellos que en ningún momento le dijeron gracias. No obstante ella oró por cada uno de sus hijos, nietos, sobrinos, dejándonos un legado de servicio con pasión y un amor que la llevó a soportar el dolor de su enfermedad, en silencio y entregándose a la vida eterna, con la satisfacción de haber sido una mujer de servicio y la dicha de ver cara a cara a su Señor.
Entrega, pasión, servicio, misericordia, son nuestros valores como seguidores de Jesús, llevando en el cuerpo las cicatrices de Jesucristo hasta cumplir el supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús, de proclamar por todas partes el Evangelio de Salvación.
No podemos seguir durmiendo. Hemos sido llamados a conocer a Dios y a darlo a conocer. No nos callemos. No nos acostumbremos a la comodidad de sabernos salvos, sino que seamos parte de esta comisión en la que se nos ordena proclamar el Nombre de Dios…
Y como ella, posiblemente nadie te reconocerá, ni nadie te agradecerá, pero sabrás que te espera un deleite absoluto al encontrarte cara a cara con Dios y Él te dirá:
““¡Hiciste bien, siervo bueno! —le respondió el rey—. Puesto que has sido fiel en tan poca cosa, te doy el gobierno de diez ciudades”” (Lucas 19:17).
Ése es nuestro gozo, gobernar juntamente con Él, viéndolo cara a cara y deleitándonos en su gloria y en la exaltación de su majestad. Amén.
(Ella, hace mención a mi bisabuela Elena. Su historia me fue compartida por mi mamá)
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