Tener
una convicción, por lo general nos lleva a experimentar la desazón de la
realidad. Llámese éste un ideal o la búsqueda de un fundamento de vida,
conlleva la necesidad de una práctica de aquello en que creemos. Ya sea que
nuestra convicción sea sencilla, como lavarse los dientes después de cada
comida o difícil como considerar a los demás como superiores a nosotros mismos.
Quizás
la razón de aquello es dejar por sentado que por nosotros mismos no podemos
satisfacer la demanda de perfección de la ley o los mandamientos. Cada orden o
llamado a vivir en semejanza a Cristo, quien “siendo por
naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué
aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntariamente,
tomando la naturaleza de siervo”, requiere más que nuestros propios esfuerzos:
requiere la intervención absoluta del Espíritu Santo, transformando nuestra
imagen y llevándola a la semejanza absoluta de Jesús (Filipenses 2:6).
No es algo que podemos canjear y obtener por medio de nuestros propios
esfuerzos, ni una lista de acciones que, practicadas cada cierto tiempo, nos
llevarán al objetivo deseado. No es cuestión de tan sólo reconocer que existe
un mandamiento que debemos satisfacer, para demostrar que podemos hacerlo. No
es cuestión de leer y meditar en aquello y guardar la Biblia hasta el día
siguiente. De ningún modo. Es un cambio de corazón absoluto; una cirugía a
corazón abierto, en el que se extirpe lo malo y se inserte lo nuevo… Es un
caminar en la presencia de Dios, la cual derramará aquella gracia irresistible
que nos llevará a oler cada vez más a Jesús.
¿De qué sirve una convicción sin el caminar en el doloroso proceso de la
realidad? ¿Para qué enarbolar un fundamento si no existe la experiencia y las
lágrimas que ello requiere? Caminar por caminar, predicando y enseñando sin
vivir, no es más que demagogia disfrazada de piedad.
Cuando
el fastidio y el cansancio de ver gente alrededor aparece y parece irrigar cada
parte del cuerpo; o cuando sientes que podrías hacer las cosas mejor que otros.
Cuando parece que no soportas la compañía de ciertas personas y quisieras que desaparezcan;
o cuando no dejas de pensar que otras opiniones no cuentan porque la tuya es
mejor, entonces llega el momento en que la Palabra de Dios te confronta y te
dice:
“Si sienten algún estímulo en su unión con Cristo,
algún consuelo en su amor, algún compañerismo en el Espíritu, algún afecto
entrañable, llénenme de alegría teniendo un mismo parecer, un mismo amor,
unidos en alma y pensamiento. No
hagan nada por egoísmo o vanidad; más bien, con humildad consideren a los demás
como superiores a ustedes mismos. Cada
uno debe velar no sólo por sus propios intereses sino también por los intereses
de los demás” (Filipenses 2:1-4).
¡¿Cómo acaso Dios puede pedirme que haga algo que mi carne aborrece en
este momento?! ¡¿Cómo acaso puedo considerar a ciertos otros superiores a mí
mismo, cuando mi mente está empecinada en creer que puedo y soy mejor que
otros?! ¡Quisiera tan sólo arrancar de mí esta carne que hace todo lo contrario
a lo que pensaba tener como ideal y convicción, y que ahora descubro no era más
que doctrina sin vida!
Cuántas veces Dios ha confrontado la realidad con lo que pensaba
practicar. Ideales que eran fáciles de esgrimir en casa y que se derrumban en
el campo…
Sin embargo, una luz parece levantarse, revelando la verdad: Que esta
carne, aunque se rebela y quiere prevalecer, es crucificada en la Cruz del
Calvario junto con Jesucristo. Que por mí mismo, no puedo amar y velar por los intereses
de ciertos otros, porque ahora mismo quisiera desaparecerlos; pero la gracia
absoluta de Dios es la que se derrama y bendice en vez de maldecir, ama en vez
de aborrecer, sirve en vez de buscar ser servida…
Es la gracia la que opera en nombre del Amor y toma las vendas del
fastidio que nos ciegan y siembran ese Amor inefable que no deja de fluir. Del corazón
de Dios se derrama como una luz líquida que forma un manantial de agua viva y
en el que somos sumergidos y aprendemos a amar y ser amados. Es la Gracia per se la única que permanece inmutable
y, a la vez, portentosa, cambiando y transformando nuestro corazón, alma y
mente… Un cambio, doloroso en sí, pero redentor y deleitable como Aquel en
quien nuestra alma encuentra deleite.
No hay nada que podamos hacer fuera de la Gracia. No hay cambio operable
fuera de las manos del Alfarero. No existe vida que no sea hallada únicamente
en Jesús. Él es nuestro todo y en quien hallamos la satisfacción absoluta y el
aprendizaje de vida que nos llevará a vivir en unidad y amor.
¡A Él sea toda la gloria!
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