martes, 18 de septiembre de 2012

Meditaciones de un corazón en quebranto


Tener una convicción, por lo general nos lleva a experimentar la desazón de la realidad. Llámese éste un ideal o la búsqueda de un fundamento de vida, conlleva la necesidad de una práctica de aquello en que creemos. Ya sea que nuestra convicción sea sencilla, como lavarse los dientes después de cada comida o difícil como considerar a los demás  como superiores a nosotros mismos.

Quizás la razón de aquello es dejar por sentado que por nosotros mismos no podemos satisfacer la demanda de perfección de la ley o los mandamientos. Cada orden o llamado a vivir en semejanza a Cristo, quien “siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse.  Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo”, requiere más que nuestros propios esfuerzos: requiere la intervención absoluta del Espíritu Santo, transformando nuestra imagen y llevándola a la semejanza absoluta de Jesús (Filipenses 2:6).

No es algo que podemos canjear y obtener por medio de nuestros propios esfuerzos, ni una lista de acciones que, practicadas cada cierto tiempo, nos llevarán al objetivo deseado. No es cuestión de tan sólo reconocer que existe un mandamiento que debemos satisfacer, para demostrar que podemos hacerlo. No es cuestión de leer y meditar en aquello y guardar la Biblia hasta el día siguiente. De ningún modo. Es un cambio de corazón absoluto; una cirugía a corazón abierto, en el que se extirpe lo malo y se inserte lo nuevo… Es un caminar en la presencia de Dios, la cual derramará aquella gracia irresistible que nos llevará a oler cada vez más a Jesús.

¿De qué sirve una convicción sin el caminar en el doloroso proceso de la realidad? ¿Para qué enarbolar un fundamento si no existe la experiencia y las lágrimas que ello requiere? Caminar por caminar, predicando y enseñando sin vivir, no es más que demagogia disfrazada de piedad.

Cuando el fastidio y el cansancio de ver gente alrededor aparece y parece irrigar cada parte del cuerpo; o cuando sientes que podrías hacer las cosas mejor que otros. Cuando parece que no soportas la compañía de ciertas personas y quisieras que desaparezcan; o cuando no dejas de pensar que otras opiniones no cuentan porque la tuya es mejor, entonces llega el momento en que la Palabra de Dios te confronta y te dice:

“Si sienten algún estímulo en su unión con Cristo, algún consuelo en su amor, algún compañerismo en el Espíritu, algún afecto entrañable, llénenme de alegría teniendo un mismo parecer, un mismo amor, unidos en alma y pensamiento.  No hagan nada por egoísmo o vanidad; más bien, con humildad consideren a los demás como superiores a ustedes mismos.  Cada uno debe velar no sólo por sus propios intereses sino también por los intereses de los demás” (Filipenses 2:1-4).

¡¿Cómo acaso Dios puede pedirme que haga algo que mi carne aborrece en este momento?! ¡¿Cómo acaso puedo considerar a ciertos otros superiores a mí mismo, cuando mi mente está empecinada en creer que puedo y soy mejor que otros?! ¡Quisiera tan sólo arrancar de mí esta carne que hace todo lo contrario a lo que pensaba tener como ideal y convicción, y que ahora descubro no era más que doctrina sin vida!

Cuántas veces Dios ha confrontado la realidad con lo que pensaba practicar. Ideales que eran fáciles de esgrimir en casa y que se derrumban en el campo…

Sin embargo, una luz parece levantarse, revelando la verdad: Que esta carne, aunque se rebela y quiere prevalecer, es crucificada en la Cruz del Calvario junto con Jesucristo. Que por mí mismo, no puedo amar y velar por los intereses de ciertos otros, porque ahora mismo quisiera desaparecerlos; pero la gracia absoluta de Dios es la que se derrama y bendice en vez de maldecir, ama en vez de aborrecer, sirve en vez de buscar ser servida…

Es la gracia la que opera en nombre del Amor y toma las vendas del fastidio que nos ciegan y siembran ese Amor inefable que no deja de fluir. Del corazón de Dios se derrama como una luz líquida que forma un manantial de agua viva y en el que somos sumergidos y aprendemos a amar y ser amados. Es la Gracia per se la única que permanece inmutable y, a la vez, portentosa, cambiando y transformando nuestro corazón, alma y mente… Un cambio, doloroso en sí, pero redentor y deleitable como Aquel en quien nuestra alma encuentra deleite.

No hay nada que podamos hacer fuera de la Gracia. No hay cambio operable fuera de las manos del Alfarero. No existe vida que no sea hallada únicamente en Jesús. Él es nuestro todo y en quien hallamos la satisfacción absoluta y el aprendizaje de vida que nos llevará a vivir en unidad y amor.

¡A Él sea toda la gloria!

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