«Pienso que me parece, que en algunos aspectos yo era mucho
mejor Cristiano, por dos o tres años después de mi primera conversión, de lo
que soy ahora; y vivía en un más constante deleite y placer, aun cuando
en los últimos años, he tenido un mucho más completo y constante sentido de la
absoluta soberanía de Dios, y un deleite en esa soberanía, y he tenido una
mucho mayor percepción de la gloria de Cristo, como el Intercesor revelado en
los evangelios. En la noche de un sábado en particular, yo tuve tal descubrimiento
de la excelencia del evangelio muy por arriba de otras doctrinas, que no podía
más que decirme a mí mismo, “Esta es mi luz escogida, mi doctrina escogida"; y
de Cristo: “Este es mi Profeta escogido”. Me parecía dulce, más allá de toda
expresión, el seguir a Cristo, y el ser enseñado, y alumbrado, e instruido por
él; aprender de él, y vivir para él. Otro sábado por la noche (Junio de
1739), tuve tal sensación de cuán dulce y bendita cosa era el caminar en el
camino del deber; hacer aquello que era correcto y encontrarlo
apropiado para ser hecho, y agradable para la santa mente de Dios; que me
ocasionó el quebrantarme en una especie de llanto en voz alta, por algún
tiempo, de manera que me vi obligado a encerrarme, y asegurar las puertas. Yo
no podía hacer otra cosa que, clamar a gran voz “¡Cuan felices son ellos, los
que hacen lo correcto a los ojos de Dios! ¡Ciertamente ellos son
benditos, ellos son los felices!” Yo sentía al mismo tiempo, un tierno
afecto, cuán adecuado y conveniente era que Dios deba gobernar el
mundo, y ordenar todas las cosas de conformidad con su propio agrado; y
me regocijé en ello, que Dios reina y que su voluntad se hacía».
-Jonathan
Edwards
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