“¿Puedes
imaginar cómo habrá sonado la voz de Dios en el vacío, mientras ordenaba que el
mundo sea creado? ¿Puedes imaginar el sonido que hacía la tierra levantándose y
formando las montañas? ¿Habrá habido música o los ángeles habrán estado
cantando mientras Dios creaba el mundo?” Las preguntas no cesaban de salir,
mientras conversaba con mi buen amigo Pancho. Aun podía imaginar la escena que
narra J. R. R. Tolkien en su Ainulindalë[1],
cuando “las voces de los Ainur, como de arpas y laúdes, pífinos y trompetas,
violas y órganos, y como de coros incontables que cantan con palabras,
empezaron a convertir el tema de Ilúvatar en una gran música […] y el eco de la
música desbord[ó] volcándose en el Vacío, y ya no hubo vacío”[2].
¿Dónde
ha quedado el asombro y el temor delante de Dios? ¿Acaso nos hemos acostumbrado
a vivir una vida buscando los dones y la bendición de Dios, que el asombrarnos
por quién es Él ha quedado relegado a una nimiedad, en vez de ocupar el centro
de nuestra existencia? Basta con pensar en la creación para que todo mi ser se
estremezca. Basta con imaginar la voz portentosa de Dios para provocar que mis
piernas tiemblen. No puedo imaginar ni alcanzar a entender lo que Daniel sintió
cuando vio aquella visión a la orilla del gran río Hidekel (Daniel 10:4-11);
pero en sus propias palabras, sus acompañantes tuvieron un gran temor y fueron a esconderse (v. 7);
perdió las fuerzas y cayó postrado sobre su rostro (vv. 8, 9) y tanto fue el
peso de la gloria, que se puso en pie temblando (v. 11).
Esa
misma gloria es la que llena toda la creación (Salmo 8). Esa misma gloria es la
que llena al Hijo (Colosenses 2:9)… y nosotros hemos sido elegidos para
alabanza de su gloriosa gracia (Isaías 43:7; Efesios 1:6). No en vano el
salmista expresa:
“Aclamad a
Dios con alegría, toda la tierra. Cantad la gloria de su nombre; Poned gloria
en su alabanza. Decid a Dios: ¡Cuán asombrosas
son tus obras! Por la grandeza de tu
poder se someterán a ti tus enemigos. Toda la tierra adorará, Y cantará a
ti; Cantarán a tu nombre” (Salmo 66:1-4, énfasis
añadido).
He
ahí el énfasis de la proclamación y la alabanza. He ahí el gozo y la alegría de
la adoración. Cantar su nombre implica júbilo y regocijo por la magnificencia
de Dios, por su grandeza. Es inaudito pensar en alabar a Dios sin asombrarnos
por su grandeza y majestuosidad. La grandeza de su poder provoca sometimiento.
Es eso lo que llevó a Daniel que caiga y que sus piernas tiemblen y que sus
acompañantes se sobrecojan de temor, aun sin haber visto la visión. ¿Qué fue
entonces lo que los hizo temer? ¡El espectro de la gloria de Dios! Tan grande
es su gloria que la sola sensación de la presencia de Dios, nos hace temer y
caer delante de Él.
Sin
embargo, donde no hay asombro, tampoco hay temor. Sin asombro hay ausencia de
reverencia. Sin asombro y temor, la adoración se vuelve trivial y obedece a
experiencias emocionales en vez de una auténtica postración delante de la
majestad de Dios.
El
asombro obedece a una continua rememoración de las obras de Dios. Por ello no
dejo de pensar en aquella frase politizada, que tiene mucho de verdad:
“Prohibido olvidar”. David no cesaba de predicarle a su alma que no olvide
ninguno de los beneficios del Señor: “Bendice alma mía a Jehová y no olvides ninguno de sus beneficios”
(Salmo 103:2). ¡Qué palabras más oportunas! La
peor inversión es el olvido de las portentosas obras de nuestro Señor.
“Venid, y
ved las obras de Dios, Temible en
hechos sobre los hijos de los hombres. Volvió el mar en seco; Por el río
pasaron a pie; Allí en él nos alegramos. Él señorea con su poder para
siempre; sus ojos atalayan sobre las naciones; Los rebeldes no serán
enaltecidos” (Salmo 66:5-7, énfasis
añadido).
Éste
es nuestro Dios, el Todopoderoso, temible en hechos y el motivo de nuestro regocijo.
Él es quien lo observa todo y hace juicio a nuestro favor. ¡Sus obras son
grandes y su poder eterno! Él es grande, Él es excelso y sublime. ¡El cielo es
su trono y la tierra el estrado de sus pies! (Isaías 66:1)¿Puedes acaso
imaginar la grandeza de nuestro Dios?
“Cuán grande es
nuestro Dios; canta conmigo: Cuán grande es nuestro Dios
Y todos verán cuán
grande, cuán grande es nuestro Dios”
-Chris Tomlin
Tan
sólo imaginar provoca asombro. Sin embargo, no basta con imaginar o asombrarnos
con lo que nos cuentan o leemos. Debemos buscar más. Debemos anhelar ser tan
consumidos y cautivados por la plenitud de su grandeza y de su gloria, que
dejemos de ser nosotros y seamos más como Él. Debemos ser tan llenos de su
gloria que no sepamos dónde terminamos nosotros y dónde comienza Él. Ésa es
nuestra meta: ser como Jesucristo (Romanos 8:29).
Pero,
el punto de partida es el temor de Dios. Salomón lo expresa de esta manera: “El
principio de la sabiduría es el temor de Jehová” (Proverbios 1:7a). Mientras
meditaba en este verso, pude notar que la única forma de ser sabios es el
ASOMBRO. El temor no es otra cosa que asombrarnos. Resumiendo todo lo escrito
hasta aquí, cuando rememoramos y
meditamos en la grandeza y las obras de nuestro Dios, nos asombramos y regocijamos en Él. Y al pensar en la grandeza y
majestuosidad de su gloria, simplemente caemos rendidos delante de la presencia
de nuestro Dios. He ahí el temor de Dios y he ahí el principio de la sabiduría.
Por ello, “los insensatos desprecian la sabiduría y la enseñanza”, porque para
ellos no hay nada más que les provoque asombro (Proverbios 1:7b). Los
insensatos creen saberlo todo; no hay nada más que los asombre o maraville.
Mientras
reviso lo hasta aquí escrito, me parece oportuno insertar dos de las once resoluciones
que Clyde Kilby realizara, las cuales –en palabras de John Piper– “se las
recomiendo como una forma de vencer la tendencia de nuestra ceguera ante las
maravillas de lo común y corriente”[3]:
1. Al menos
una vez al día miraré fijamente al cielo y recordaré que yo, un consciente con
una conciencia, estoy en un planeta viajando en el espacio con cosas
maravillosamente misteriosas sobre mí y alrededor de mí.
2. Algunas
veces, pensaré en el pasado, en la frescura de visión que tenía en mi niñez y
trataré, al menos por un breve tiempo, de ser, en las palabras de Lewis Caroll,
el “niño de frente pura y despejada, y ojos soñadores llenos de asombro”[4].
¡Cómo
dejar de maravillarnos en la gracia que nos dio salvación! ¡Cómo dejar de
asombrarnos de poder disfrutar de la gloria de Dios! ¡Cómo dejar de cantar
acerca de la gloriosa gracia que nos escogió! ¡Cómo no asombrarnos de la
creación! Sería una insensatez no asombrarnos. Sería una necedad pensar en no
alabar a nuestro maravilloso Dios.
“Nuestro Dios es un
Dios maravilloso
Él reina desde el
cielo con sabiduría, poder y amor
Nuestro Dios es un
Dios maravilloso”
-Rich Mullins
Empecemos
a ser unos locos asombrados que sólo hablen de la gracia y el poder de Dios.
Empecemos a ser cautivados por la supereminente grandeza de su poder. Dejemos
el letargo de una adoración trivial, basada en emociones y comencemos a decir
junto con el salmista:
“Venid,
oíd todos los que teméis a Dios, y contaré lo que ha hecho a mi alma” (Salmo
66:16).
No
cesemos de proclamar la grandeza de nuestro Dios todopoderoso y no nos
permitamos ser atrapados por la rutina, olvidando las proezas del Señor.
Recuerda: ¡Prohibido olvidar! Y, ¡prohibido no ser asombrados por el Señor!
Sólo el asombro nos llevará a sentir el glorioso temor de Dios. Amén.
[1] J. R. R. Tolkien, “Ainulindalë: La música de los Ainur”
en El Silmarillion, Barcelona: Ed.
Minotauro, 1993, p. 11.
[3] John Piper, Cuando
no deseo a Dios: La Batalla por el Gozo, Grand Rapids, Michigan: Ed.
Portavoz, 2006, cap. 11, p. 222.
[4] Clyde Kilby, en John Piper, Cuando no deseo a Dios: La Batalla por el Gozo, pp. 222-223.
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